A veces, para avanzar, hay que tener el valor de mirar atrás. No con nostalgia vacía, sino con la humildad de reconocer qué funcionó. La reciente propuesta de la Consejería de Educación de integrar 1.º y 2.º de la ESO en los colegios de Primaria no es un paso atrás, sino un paso sensato hacia adelante. Y lo digo con la convicción de quien vivió la Educación General Básica (EGB), un modelo que, con sus limitaciones, supo ofrecer estabilidad, cercanía y esfuerzo como pilares del aprendizaje.
Durante décadas, la transición del alumnado de 6.º de Primaria a 1.º de ESO ha sido uno de los puntos más frágiles del sistema educativo. De repente, chicos y chicas de apenas 11 años pasaban de un entorno cercano y familiar, con un tutor que los conocía en profundidad, a un instituto donde se diluían entre decenas de profesores, nuevas normas, largos pasillos y una estructura mucho más rígida. Muchos no estaban preparados ni emocional ni académicamente para ese salto, y los datos de repetición y desmotivación lo han confirmado año tras año.
Integrar 1.º y 2.º de ESO en los centros de Infantil y Primaria permitiría suavizar esa transición, prolongar un año más el acompañamiento cercano de los equipos docentes y garantizar una atención más personalizada en una etapa crucial del desarrollo. En los colegios conocemos a nuestras familias, trabajamos de forma coordinada con los equipos de orientación y tenemos una visión integral del niño, no solo de su rendimiento académico.
Además, esta medida recupera una coherencia pedagógica que la EGB ya demostraba: mantener una educación básica común hasta los 14 años, donde los aprendizajes se consolidan de forma progresiva y donde la figura del maestro, más versátil y cercano, desempeña un papel esencial. No se trata de eliminar especialización, sino de adaptarla a las necesidades reales del alumnado, que no siempre coinciden con la rigidez de las estructuras administrativas.
También es una oportunidad para repensar los espacios y los tiempos escolares, para crear centros más estables y cohesionados, donde la convivencia no se rompa cada seis años, y donde el sentimiento de pertenencia a una comunidad educativa se mantenga hasta que los alumnos estén preparados para el salto a la Educación Secundaria.
Algunos dirán que esto es una vuelta al pasado. Yo prefiero verlo como un retorno a lo que nunca debimos perder: la educación entendida como acompañamiento humano, como proceso continuo, como un trabajo compartido entre escuela y familia. La EGB no era perfecta, pero formó generaciones con valores sólidos, sentido de la responsabilidad, respeto por el aprendizaje y, sobre todo, la cultura del esfuerzo que nunca se debió perder.
Recuperar parte de ese espíritu, adaptado al siglo XXI, puede ser el impulso que necesita nuestro sistema educativo. En la Región de Murcia tenemos la oportunidad de liderar ese cambio. Ojalá sepamos aprovecharla.










